El bosque arde en mi Málaga. Han ardido miles
de hectáreas. Entre ellas un paraje al que he ido muchas veces con mi familia y mis perros: Barranco
Blanco. El frescor de un río flanqueado de árboles, un rincón en el que escapar
del furioso calor del verano… reducido a cenizas y tocones negros. Nadie de mi
generación volverá a ver esos lugares tal y como eran. Ha muerto una persona,
muchas otras podrían haber muerto tanbién, muchos animales han sucumbido, los
daños materiales son cuantiosos y nuestro planeta está un poco más cerca de
convertirse en un lugar absolutamente desolado, del que cualquier cultura
alienígena que pueda haber por esos universos de Dios pase de largo si le queda
un mínimo de sentido común.
Ante la destrucción sólo queda la rabia y la
impotencia ante el absurdo de una pérdida irreparable… y de inmediato queremos
culpables: un pirómano desquiciado, una siniestra trama de especuladores
urbanísticos o excursionistas descuidados. En este caso es muy probable que
haya culpables. Dada la virulencia del incendio y la amplitud del mismo cabe la
posibilidad de que haya sido provocado y también cabe la posibilidad de que
haya intereses creados y que en un periodo de tiempo relativamente corto los
terrenos quemados se recalifiquen y surjan hoteles y urbanizaciones como mohos
en una rebanada de pan viejo. Todo esto es muy probable, pero no resulta
imprescidible que ocurran tales trajedias, ya que el personal tiende a tratar
el monte como si fuera tan valioso como un montón de basura y de tal lo cubren.
En el mismo Barranco Blanco los residuos abandonados eran frecuentes (al menos
en la zona en la que se podía acceder en coche, frecuentada por los domingueros
como yo). No eran infrecuentes las hordas indígenas que iban allí a hartarse de
cerveza y hachís, liandose un porro tras otro en un lugar donde abundaba la
hojarasca que prendería como el papel con sólo una colilla. Lo sorprendente es
que Barranco Blanco no haya ardido mucho antes.
En este país lo tenemos todo para que la vieja
Hispania, la “tierra de conejos” de los romanos, en la que una ardilla podría
haber viajado desde los Pirineos hasta Gibraltar saltando de rama en rama sin
necesidad de tocar tierra, se desertifique en un par de generaciones más:
políticos corruptos, especuladores sin escrúpulos y una legión de idiotas
irresponsables con la talla moral de un pimiento de Padrón que ya están
educando (o deseducando) a la siguiente generación de gañanes incivilizados que
acudan al monte a hacer barbacoas y lo dejen perdido de botellas, de
envoltorios, de sus propias cagadas que ni se molestan en cubrir con un
poquillo de tierra y del papel de higiénico sucio de haberse limpiado el culo. Demasiado
delicados para recoger su propia mierda.
Lo más divertido. He ido la tira de veces a Barranco
Blanco y nunca, NUNCA he visto pasar por allí a una patrulla del SEPRONA (Servicio
de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil). Ningún equipo de ninguna
agencia de ningún maldito ministerio o consejería de la Junta de Andalucía que
tenga que ver remotamente con el cuidado del medio ambiente. ¿Para qué? ¿Para qué mimar nuestro legado, nuestra
tierra, el país que recibirán los seres humanos que están aún por nacer? Para
ser la España que deberíamos ser, no el esperpento en el que nos estamos
convirtiendo.
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