jueves, 8 de diciembre de 2011

DOLOR (I)

 Mi esposa, que es mi vida y mi luz, padece de fibromialgia. Eso significa que hasta la última fibra muscular de su cuerpo es una fuente en potencia de dolor sin que haya estímulo externo alguno que lo provoque. Unas veces duele más aquí, otras veces duele más allá… No se trata de dolores desgarradores, las más veces son molestias sordas, machaconas, algo así como el mal cuerpo de la gripe mezclado con hipersensibilidad al contacto, agujetas, hormigueos y contracturas que surgen caprichosamente, al azar. ¿Imaginan eso veinticuatro horas al día, siete días a la semana, trescientos sesenta y cinco días al año? ¿Imaginan que la pregunta cada noche al acostarse no sea si mañana dolerá o no, sino si dolerá menos o dolerá más? A mí me cuesta trabajo imaginarlo y eso que vivo siendo testigo de ello todos los días. Yo no sé lo que haría en su lugar: anestesiarme con alcohol u opiáceos y meterme en la cama todo el día, suicidarme de la manera más expeditiva posible (como han hecho algunos afectados)… No lo sé. Quizá apretaría los dientes y seguiría adelante con mi vida, como hace ella.

 Una vez escuché en una conferencia relacionada con las adicciones una frase que me dejó de piedra. “Vivimos en una sociedad drogada” sentenció el ponente. Analgésicos para cualquier molestia física, ansiolíticos para cualquier leve asomo de ansiedad, antidepresivos para cualquier bajada de ánimo… Conste que no critico su uso, sino su abuso, incluso por parte de los propios médicos. ¡Es que soy tan reacio a tomarme una pastilla por un dolor de cabeza! “¿Qué haré si algún día tengo una jaqueca de verdad o me rompo la pierna por tres sitios?” me digo cuando alguien me sugiere tomar una pastilla.

 No soy masoquista, no me gusta sufrir, pero encuentro que los pequeños dolores físicos cotidianos (sobre todo a partir de cierta edad, que ya empiezo a sentir el mordisco del reuma en los días húmedos, herencia de mi buena madre) nos ayudan a mantener la lucidez,  a no perder demasiado de vista el lado amargo de la vida, lo cual puede convertirnos en sujetos sin perspectiva, con una visión deforme de la realidad. Si me duelen las manos en un día frío y húmedo, las abro y las cierro varias veces mientras me digo: “Podría doler más, no le des tanta importancia”. Lo cierto es que a veces también me quejo (me encanta quejarme, a veces es algo que hago de vicio) y digo tras un día que he estado mucho tiempo de pie: “¡Jo, de cintura para abajo no soy persona!”. Mi esposa me sonríe tristemente (curiosa contradicción de conceptos, pero creo que lo dejaré así) y a mí me consta otra vez que, en el fondo, no me duele nada. Son molestias, nada más.

 (Continuará)

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