Ya es tiempo de escribir sobre la Navidad. Sé que resulta tópico y lo cierto es que no me entusiasma, pero se trata de una parada obligada, o casi. Lo cierto es que la Navidad no me vuelve loco, precisamente. No soy persona religiosa, no me atraen los bullicios, no disfruto especialmente bebiendo alcohol ni yendo de compras (de hecho esto último me disgusta, pues soy de natural tacaño), detesto los villancicos (profundamente además) y mi organismo, que de forma lenta pero inequívoca e inexorable empieza a acusar el paso del tiempo, tolera mal las comilonas.
La alusión al aspecto religioso es inevitable porque, por mucho que le pese a los grandes almacenes y a las marcas de turrones, la Navidad es por encima de todo una fiesta religiosa cristiana superpuesta sobre una fiesta pagana preexistente (la de solsticio de invierno) para facilitar la asimilación de los conversos. Es una fiesta que además abarca solo la vispera de la Natividad (Nochebuena y Misa del Gallo) y el día de Navidad en sí mismo y punto.
Sin embargo, nuestras fiestas de Navidad constituyen un tinglado realmente espectacular. El alumbrado de las calles y el bombardeo publicitario nos empiezan a machacar desde noviembre. La presión al consumo es brutal. Hay que decorar la casa, comprar regalos, preparar comida para un regimiento y proveernos de bebidas alcohólicas para emborrachar a un elefante. Empalmaremos de este modo los preliminares (cenas y comidas de empresa), la Nochebuena , Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y los Reyes. En total unas dos semanitas de locura durante los que se gasta dinero a manos llenas (quien puede y entre los que no hay quien se entrampa) y el cuerpo acusa los excesos culinarios y etílicos. Luego llegará la cuesta de enero.
No sé porqué me da tanta grima la parafernalia navideña en general y los villancicos en particular. Será porque a mis ojos constituyen una de esas muestras ñoñas que tanto me gusta destripar cuando me pongo la máscara cínica y descreída que cual concha de crustáceo protege mi interior blandito y sensible. Lo más probable es que sea debido a que me molesta profundamente la cuasi obligatoriedad de celebrar algo… o si no eres raro. Que no te guste la Semana Santa tiene un pase, que no te guste la Feria ya resulta chocante, pero que no te guste la Navidad es casi de juzgado de guardia,
(CONTINUARÁ)
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