Hay quien dice por ahí que descargar archivos de la red perjudica a los artistas y eso, al menos en el caso de la música, no es exacto. Cualquier cantante saca más dinero con cinco mil fans en la puerta del concierto con su disco pirateado que con cinco mil copias vendidas (aunque lo cierto es que los auténticos fans no suelen piratear discos). Esto es debido a que de cada copia el porcentaje que se lleva el artista es, como máximo de un 15% del precio de tienda. La mayor parte del resto se lo lleva la compañía discográfica. Aquí en España la SGAE se lleva también un buen pellizco. La SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) es una cueva de ladrones e impresentables como Víctor Manuel, Ana Belén y Ramoncín (el Rey del Pollo Frito) que ya de autores tienen poco, por no hablar del impresentable y ladrón número uno: Eduardo Bautista (alias “Teddy”) músico mediocre, peor actor y ex presidente de la entidad, actualmente imputado por delitos de apropiación indebida y falsedad documental, con el pasaporte retenido y la prohibición de abandonar el país. Una entidad que ha pretendido cobrar derechos de autor a los organizadores de una verbena de barrio porque en ella sonaban unas sevillanas anónimas del siglo XVIII. Y resulta que los que nos descargamos un disco de vez en cuando somos los delincuentes. Por otra parte las compañías discográficas, si bien no son unos delincuentes (al menos atendiendo a la legalidad vigente) sí son unos explotadores.
El Consejo de Ministros dejó en la cuneta hace pocos días la controvertida ley anti descargas (llamada popularmente “ley sinde” por el segundo apellido de la ministrilla de cultura, muy amiguita de la progresía intelectualoide) que hubiese abierto la puerta al cierre de páginas web que incluyesen links de descarga de archivos. Estas webs actúan como enlace entre los usuarios que intercambian archivos a través de la red mediante programas especializados. Ejercen el mismo papel que aquel compañero de pupitre que te decía que fulano o mengano se había comprado tal o cual disco, así que allá ibas tú con la cintita virgen a gorronear. A veces colaba, a veces no, depende del buen rollito que tuvieses con el potentado que se hubiera comprado el disco. La única diferencia entre lo que se hace hoy en la red y lo que se hacía entonces atañe al volumen, nada más. Antes no importaba un ardite y hoy levanta ampollas. Aquí la preservación de la cultura no tiene nada que ver. Se trata de una pura y dura cuestión de pasta. Las compañías lloran porque su margen de beneficios se resiente (no tanto, leches, que les encanta llorar, se siguen vendiendo discos a miríadas). Los artistas, cogidos por los bajos, callan y otorgan (esto es comprensible, ¿cómo vas a morder la mano que te da de comer?) pero es que algunos incluso denostan fervientemente a los que copian y descargan ¡ah, sicarios de la industria que tenéis la desfachatez de ayudar a convertir el arte en negocio! Dice el director de cine Fernado Trueba que el gobierno ha tenido un acto de cobardía al no sacar adelante la ley sinde. Evidentemente este señor sufre mucho por los millones de copias ilegales que se hacen de sus películas (mientras escribo esta línea me retuerzo de risa). ¡Espabila, muchacho! En la red se copia sobre todo cine comercial norteamericano ¡y esa industria sigue haciendo caja pase lo que pase!
Por mucho que les pese a cuatro mamarrachos que se las dan de intelectuales, descargarse una peliculita para vértela en tu casa en tu reproductor de DVD garrafón, (que reproduce hasta una galleta maría) no es ningún crimen (tampoco es que sea un acto precisamente ensalzable, pero esa no es la cuestión). Copiar y vender sí que lo es. Así que demonizarnos a todos los piratillas es una idiotez y una arguentación tendenciosa orquestada por figurines cuyos pedos suenan a ¡cling! de caja registradora. Que dios les confunda y el diablo se los lleve. ¡Que los pasen por la quilla! Nosotros mientras tanto empuñemos el ratón con la diestra, el disco virgen con la siniestra y ¡al abordaje!
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