Me gustan los videojuegos y lo admito sin ningún pudor. Si hay tanta gente que disfruta y enloquece viendo a veintidós tíos en paños menores peleándose por un balón sobre la hierba ¿por qué debería avergonzarme? No me gustan todas las clases de videojuegos, todo hay que decirlo. Hubo un tiempo en que me aficioné a los juegos de estrategia en tiempo real (algo así como los City Ville y Farm Ville de Facebook, pero con hostialidades incluidas), pero me harté, ya que para volverme loco administrando recursos ya tengo mi casa. No me interesan los juegos de lucha, tiros y violencia gratuita en general; sólo una vez me enganché a uno de estos, uno de los títulos de la serie Hit Man (ya saben, ese asesino profesional de cabeza afeitada y traje sastre sobre el que hicieron una película hace poco). Lo dejé con un poco de susto. Le estaba cogiendo el gustillo… Es broma, creo. Por el contrario soy un forofo de las aventuras gráficas: juegos en los que se asume el rol de un personaje inmerso en un misterio a resolver. Mis preferidos… los de Sherlock Holmes, evidentemente.
Sin embargo, hay una clase de videojuegos de los que soy incondicional y que realmente me enloquecen. Son los de carreras de coches. En especial los títulos de una serie que ya es mítica entre los amantes del género: “Need for Speed”.
Durante los últimos ochenta y los noventa los juegos de esta serie fueron como todos los demás, pero a final del siglo salió un título que lo cambió todo: “Need for Speed Underground”. Este juego abría la puerta a un mundo que en la realidad es bastante poco recomendable, pero que en la virtualidad no hace daño a nadie: las carreras callejeras con coches modificados. Empezabas con un coche normalito, de serie, y a medida que progresabas ibas ganando dinero para ir comprando piezas e ir convirtiendo el coche en una máquina de correr y hacer el golfo.
Algo de macarra debo tener, porque el juego me encantó. Tenía algo de catártico y me permitía vaciar del todo la mente, lo cual me viene muy bien dado el estrés que puedo llegar a acumular. Sin embargo tengo un sistema de seguiridad que me protege de la adicción. Me agoto pronto. Desfogo un rato, quemo algo de adrenalina… y a otra cosa, mariposa.
Siguieron muchos títulos y todos los jugué (pirateados, naturalmente), pero dos fueron los que tienen un lugar especial en mi corazón: “Need for Speed Most Wanted” y Need for Speed Carbono”. En estos juegos las cotas de macarrismo llegaban a su cenit, ya que al hecho de competir con otros golfos con coche tuneado había que incordiar a la policía todo lo que fuera posible. Ningún otro Need for Speed posterior ha sido tan divertido para mí como estos dos y he acabado por perder el interés, pero llegó mi salvación: “Need for Speed World”, un juego en línea para correr contra jugadores de todo el mundo en los decorados de mis queridos “Most Wanted” y “Carbono”. Además, con este no tengo escrúpulos de conciencia por piratear (¡ay, ay… que me da la risa!) ya que la aplicación se facilita de manera gratuita en la web del juego. El negocio reside en que si quieres material realmente guapo te lo tienes que pagar. No es caro. Por menos de cinco euros te sacas dos coches muy decentes. Yo lo he hecho, lo confieso. Un Mazda RX-8 y un Chevrolet Corvette Stingray. Dos sueños sobre cuatro ruedas.
El caso es que empecé a jugar con el material gratuito, que estaría bastante bien si no fuera por un pequeño problema: “Need for Speed World” es una jungla plagada de salvajes, camorristas y tramposos que se valen de herramientas informáticas para jugar con ventaja y avasallar a los jugadores honrrados. Se valen de programas que circulan por la red y que sirven para alterar el juego y moverse al doble o al triple de la velocidad normal, así como para aumentar la capacidad de echarte de la carretera. La salida en una carrera de siete u ocho jugadores, se convierte en una sinfonía de leches, sopapos y majazos varios, con abundantes estampidos y ruidos de cacharrería, en la que si no te andas con ojo acabas con el coche boca abajo en un decir Jesús.
(Continuará)
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