Hasta a mí, que soy un cínico descreído, me conmueve el que los niños preparen en el cole sus regalitos para el día del padre. Del retrovisor de mi coche pende una redonda medalla hecha de cartulina en la que con torpe caligrafía mi hija proclama que soy el mejor padre del mundo (una evidente exageración, pero ¡qué más da!). En el reverso, la medallita representa un balón y eso que a mí no me gusta el fútbol, pero se supone que es un motivo típico masculino y estoy dispuesto a hacer la vista gorda. ¡Me la ha hecho mi hija, qué demonios! Así que la exhibo orgulloso desde hace un año, como si de un trofeo se tratara.
Este año me ha hecho con globos y arroz una bola de esas que utilizan los malabaristas callejeros, pero ella dice que es una bola antiestrés “porque yo tengo mucho” dice. Así que la estrujo de vez en cuando, aunque tenga que volver a estrujarla en el sentido opuesto para que recupere la forma y poder estrujarla de nuevo, pero me la ha hecho mi hija. Es de esas cosas que no se pueden comprar.
Sin embargo, como soy un cínico descreído, contemplo este raro día mundial que cada país celebra el día que le da la real gana, con cierta suspicacia. Tradiciones las hay de todos los colores, como el Herrentag de Alemania, en el que padres e hijos (ya de cierta edad éstos, se supone) suben al monte arrastrando carritos bien provistos de viandas y cerveza (como vemos hay países en los que hasta el día del padre es excusa para coger una curda).
Aquí en España, cuentan que el tema surgió por iniciativa de una maestra de escuela rural llamada Manuela Vicente Ferrero allá por 1948, porque los papás de los alumnos estaban celosos del día de la madre y querían una celebración en la que fuesen ellos los homenajeados. Se eligió el día de San José por lo buen padre que había sido (especialmente teniendo en cuenta que ayudó abnegadamente a criar un hijo que no era suyo sin que nadie le preguntase si quería hacerse cargo del mismo). Resultó una celebración muy cuca y políticamente correcta para aquel entonces, con eucaristía incluida y festival infantil con reparto de regalitos artesanales hechos por los niños. Algunos años después la señora Vicente Ferrero dio más repercusión a la iniciativa gracias a sus colaboraciones en algunas publicaciones y una entrevista en Radio Nacional. El espaldarazo definitivo llegó de la mano de dos valedores de lujo: Pepín Fernández y Ramón Areces, directores gerentes de Galerías Preciados y el Corte Inglés, respectivamente. La oportunidad de negocio la pintaban calva y la siguen pintando calva medio siglo después, que aquí el que pestañea pierde, sobre todo en esta época de vacas flacas. El día del padre del Corte Inglés me trae al fresco, yo me dedico a estujar la bola antiestrés de mi hija aunque no recupere su forma al soltarla, porque vale más que todas las corbatas y todos los cinturones y todas las chorradas que se puedan comprar del mundo.
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