miércoles, 4 de enero de 2012

AL MARGEN (I)

 La otra noche, mientras paseaba a los perros, fui al cajero automático de mi banco. Uno de esos que no están en plena vía pública, sino en un pequeño portalito que se abre con la tarjeta. Me encontré con la estampa que uno puede encontrarse en este tipo de cajeros a las tantas: una persona durmiendo dentro. Era un hombre de edad difícil de precisar por los estragos que la mala vida había causado en su cuerpo: rostro hinchado y enrojecido por el alcohol, a la par que ajado por el sol; pelo gris y ensortijado, manos agrietadas de uñas renegridas y ropa destrozada, calzaba unos botines sin cordones y dormía en el suelo hecho un ovillo, sin una sola pertenencia. Conocía al tipo. Aparece y desaparece regularmente en mi barrio con su paso vacilante, su verborrea ininteligible y su eterno cartón de vino. Me avergüenza admitir que mi reacción fue de fastidio. No me hacía ninguna gracia entrar a sacar dinero con aquel hombre dentro, pero menos me apetecía aún irme a otro cajero y que me clavaran una comisión (ya he mencionado en alguna ocasión que soy de natural tacaño) así que me decidí y entré. Dentro olía espantosamente y no me tengo por persona demasiado escrupulosa en este aspecto. Mientras operaba en el cajero el pobre diablo se volvió y con voz entrecortada me pidió un cigarrillo que no pude darle. Al momento siguió durmiendo como si tal cosa. Salí con mi dinero y regresé a casa sumido en la confusión.  Me resultaba perturbador pasar junto a un hombre ebrio durmiendo en el suelo en plena noche sin prestarle la menor atención, pero evidentemente a casa no me lo iba a llevar y de nada habría servido sugerirle que se fuera al albergue municipal. Me acosté sintiéndome mal.

 (Continuará)

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