Soy psicólogo y me dedico al tratamiento de las adicciones en un conocido programa terapéutico. Por lo general es una profesión muy gratificante, pero hay ocasiones en las que el asunto se tuerce y no queda más remedio que llevarlo con dignidad aunque por dentro se te retuerzan las tripas, algo parecido a lo que pasa siendo hincha del Atlético de Madrid o votando a Izquierda Unida: sólo te queda la moral e incluso ésta se cae por los suelos. La última vez que le he sentido así en relación con mi trabajo ha sido hace pocos días, estando de vacaciones. Me encontré en el supermercado con la esposa y la hija adolescente de un señor que atendimos hace unos meses y me relataron un cuadro dantesco: reincidencia en el consumo negada hasta los límites de lo absurdo, robos en la casa, malos modos, insultos, amenazas… en fin. No es la primera vez que me encuentro con algo así, ni será la última, pero en esta ocasión el tema tenía unos tintes de crueldad psicológica hacia ambas mujeres que me golpearon inesperadamente en alguna fibra especialmente sensible y me permití que la rabia me subiera hasta las orejas, así como pensamientos muy poco terapéuticos y muy poco profesionales. ¡Qué demonios! Ni estaba en una terapia de grupo, ni en una entrevista, ni en un seminario… estaba en un supermercado atestado, con mi carrito de la compra y mi barba de cuatro días ante dos mujeres hechas polvo, martirizadas por un hombre que sólo pensaba en sí mismo. Mandé al profesional a hacer gárgaras y mostré todo mi acuerdo con la idea que ella me manifestó de poner una demanda de divorcio y largarse cuanto antes, pero mientras la veía marchar tenía serias dudas de que reuniera el valor preciso para hacerlo.
Intento ponerme en el pellejo de un padre que roba los ahorros de su hijo pequeño para pagar al camello. Es difícil, pero es parte de mi trabajo. El más difícil todavía es ponerme en el pellejo de un padre que, después de haber hecho un programa de rehabilitación, de haber llorado lágrimas de amargura por los abusos cometidos contra esposa e hijos… vuelve a robar los ahorros de su hijo para pagar al camello al cabo de unos meses. La tentación de concluir que esa persona sencillamente es mala y no merece compasión es demasiado fuerte. Dividir el mundo en buenos y malos es una tentación demasiado fuerte, pero las cosas no son tan sencillas.
(Continuará).
Por suerte pienso que en el mundo hay menos gente de esta calaña que de la otra, de la buena. Perteneciendo al mismo colectivo profesional que Xaverius hay ocasiones en que tampoco entiendo según qué cosas y me cuesta tragar varias veces saliva antes de seguir escuchando. Pero afortunadamente, Xaverius, y a pesar de lo pesares, tenemos la profesión más bonita del mundo (o al menos para mí lo es), y hasta que así sea me compensará cada noche poner el despertador para el día siguiente. Tenemos suerte de trabajar en algo en lo que creemos y a lo que amamos.
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