Ya he comentado en alguna ocasión que tengo por costumbre tomar un café y fumar un cigarro por las mañanas. Los días de diario suelo hacerlo en una cafetería cercana a mi trabajo y los fines de semana en una cafetería cercana a mi casa (en sus sendas terrazas, obviamente). En dichos locales el ni el café ni las tostadas son particularmente mejores ni peores que en cualquier otro sitio, pero ambos establecimientos cuentan a mis ojos con una ventaja inapreciable: en ellos siempre me atienden con una sonrisa. Eso no tiene precio.
En esta época en la que tanto nos quejamos de lo deshumanizada que está la sociedad, podemos aportar nuestro granito de arena acompañando los pequeños actos cotidianos con una sencilla sonrisa. Un simple “buenos días” que a veces suena a gruñido más que a saludo parece iluminarse con sólo accionar los cuatro músculos faciales precisos para sonreír. Yo me he hecho el firme propósito de intentarlo y cuando lo consigo (que lamentablemente no es siempre, ya que la mala leche está enquistada en mi persona más de lo que quiero reconocer) las reacciones son diversas: hay quien te corresponde y te la devuelve, hay quien hace como si no te hubiera visto y no muda el gesto, hay quien te mira con extrañeza, hay quien te mira con aire reprobador como si lo que estás haciendo fuera totalmente inapropiado… ¿Por qué nos cuesta tanto relajar los esfínteres y dejar de movernos por el mundo como si estuviéramos permanentemente estreñidos?
Yo creo que el problema reside en nuestra tendencia a creernos el ombligo del mundo. De esta manera tendemos a creer que nuestros problemas son los más graves del universo y que los problemas ajenos son nimiedades, a la vez que el riesgo de culpar a los demás de nuestros problemas se incrementa. Siguiendo además esta línea de pensamiento podemos llegar a creer que nadie entiende lo mal que lo estamos pasando o incluso que a nadie le importa en absoluto, con lo cual nuestro semblante estará para un funeral y cualquiera que se nos acerque sonriendo nos parecerá un completo imbécil.
La capacidad de relativizar nuestros propios problemas y ponernos en el lugar demás abrirá las puertas a la amabilidad y la simpatía. No se puede estar amargado y ser amable, correcto todo lo más y eso haciendo un sobrehumano esfuerzo de autocontrol. Claro que habrá quien piense que escribir esto es muy fácil y que es más complicadlo hacerlo que decirlo, a lo cual yo le responderé que tiene más razón que un santo. Sin embargo es perfectamente realizable. A lo largo de mi vida he conocido a personas con auténticos problemones que los afrontaban con entereza y sin amargar a nadie (todo lo contrario) y a otras con una situación por la que muchos darían un brazo, un riñón (y en general todas las partes de su anatomía que tuviesen repetidas) lamentarse lo indecible de lo desgraciados que son (y haciéndolo pagar a quienes les rodean). En el primer tipo, la sonrisa suele ser un elemento habitual.
En un alarde de atrevimiento voy a corregir a Ortega y Gasset: yo soy yo, mi circunstancia y el modo en que la afronto. Eso determina lo que soy. Que me juzguen al respecto aquellos que me rodean y me conocen. Mientras tanto continuaré sintiéndome agradecido a todo aquel que me dedique una sonrisa gratuita porque eso quiere decir que aunque sea sólo por un instante soy importante para él o ella, es importante para él o ella que yo me sienta cómodo en su presencia, sea por el motivo que sea. Es bonito que me regale esa sonrisa, porque podría no hacerlo, nadie le obliga a dármela y si me la da… no tiene precio.
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